martes, 28 de enero de 2020

Yo.

Todos los días desde que tengo memoria escucho música. Pero me dedico específicamente a escucharla, con mí absoluta y plena atención en las corcheas y negras.
Recuerdo que de chico me ponía a hacer música de la manera más primitiva, con mi voz y con mis manos tamborileando una lata, una caja, una copa, haciendo sonidos que me hacen acordar que estoy vivo, y a la vez me ponen en un trance hipnótico, en el cuál si dejo de hacer esos movimientos y dejo de escuchar esas notas, todo se termina.
Hoy por hoy, la noche es mí momento del día para dedicarme a ésta tarea. Llego del trabajo, cansado, me sirvo un vaso de leche con algo dulce (si es que hay, sino me hago una leche con miel), y con la luz del velador prendida, me calzo los auriculares y, como si de un libro se tratara, me sumerjo en un mundo aparte, hasta que los ojos eventualmente se me cierran solos, la taza ya está vacía y el velador apagado, entonces apoyo todo arriba de un libro que hace semanas que no abro (quizá meses), y me adentro en mis sueños.
No seré músico, pero siento que hay algo especial entre ella y yo, como una sustancia adictiva que no se puede dejar, ni te puede dejar.

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